Ramón es sordo de nacimiento y quiere prohibir a toda costa la presencia de mimos en las calles. Si esto no puede ser, pide que al menos les obliguen a vestir otro tipo de ropa. A él le encantan las rayas y suele llevar boinas por lo que, al usar el lenguaje de signos, suelen confundirle con uno de estos artistas callejeros. La situación le parece denigrante para el colectivo de sordomudos, por lo que espera que alguien le escuche.

Sólo es sordo, no es un mimo.
La sordera no es cosa de ji ji, ja ja
Ramón Roto hace gala de la tradicional simpatía discreta de los sordos. Cuando se le indica que, para evitar que le continúen confundiendo con un mimo, debería dejar de vestir camisetas a rayas, responde con un puñetazo sobre la mesa. “Eso es una discriminación para los sordos. Es indignante que, por ser sordo, uno no pueda vestir como quiera. Bastante tenemos con lo que tenemos. Estoy orgulloso de ser sordo”. Cuando le pregunto por la cara pintada de blanco dice algo sobre pieles delicadas y protector solar y siente una oportuna necesidad de ir al baño. Por el camino, un par de niños le siguen hasta la puerta, riéndose y dando palmas.Al volver, prosigue con su tema. “He fundado ‘Sordos contra Mimos’, una asociación para presionar a las autoridades” dice tendiéndome una tarjeta. “Los días de viento la gente me aplaude, así que ni siquiera salgo de casa, es muy injusto”. Le digo que cualquiera que vistiera así sería confundido con un mimo, aunque no fuese sordo. “Pero podrían aclarar la situación con un par de frases, si yo intento explicarme es peor, se ríen o me piden que haga el número del cristal. Una vez, en el aeropuerto, no sólo nadie me ayudó a mover mi increíblemente pesada maleta, sino que hicieron corro alrededor mío”.
Ramón mueve los brazos con rápidos aspavientos. El camarero, confundido, le trae otro café, que naturalmente no ha pedido. “Dice que le han echado de hospitales, que una vez le sacaron a rastras de un centro comercial porque no querían espectáculos callejeros en su recinto…” traduce Alicia mientras Ramón explica su drama en silencio. El camarero trae la cuenta sin que nadie la haya solicitado, al menos conscientemente. Pone la bandejita delante de Ramón, que me mira esperando una reacción. Se supone que la factura corre a cuenta del diario pero, por una vez, haremos oídos sordos.
El galeón hundido
- Dos perdices encebolladas.- Entrecot a la pimienta.
- Pastelitos de la casa.
- Una botella de vino.
- Un té con leche.
- Dos cafés.
Total: 57 euros.
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